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martes, 16 de septiembre de 2014

"El Etnógrafo" Jorge Luis Borges


El caso me lo refirieron en Texas, pero había acontecido en otro estado.
Cuenta con un solo protagonista, salvo que en toda historia los
protagonistas son miles, visibles e invisibles, vivos y muertos. Se llamaba,
creo, Fred Murdock. Era alto a la manera americana, ni rubio ni moreno,
de perfil de hacha, de muy pocas palabras. Nada singular había en él, ni
siquiera esa fingida singularidad que es propia de los jóvenes.
Naturalmente respetuoso, no descreía de los libros ni de quienes escriben
los libros. Era suya esa edad en que el hombre no sabe aún quién es y
está listo para entregarse a lo que le propone el azar: la mística del persa o
el desconocido origen del húngaro, la aventuras de la guerra o del
álgebra, el puritanismo o la orgía. En la universidad le aconsejaron el
estudio de las lenguas indígenas. Hay ritos esotéricos que perduran en
ciertas tribus del oeste; su profesor, un hombre entrado en años, le
propuso que hiciera su habitación en una toldería, que observara los ritos
y que descubriera el secreto que los brujos revelan al iniciado. A su
vuelta, redactaría una tesis que las autoridades del instituto darían a la
imprenta. Murdock aceptó con alacridad. Uno de sus mayores había
muerto en las guerras de la frontera; esa antigua discordia de sus estirpes
era un vínculo ahora. Previó, sin duda, las dificultades que lo
aguardaban; tenía que lograr que los hombres rojos lo aceptaran como a
uno de los suyos. Emprendió la larga aventura. Más de dos años habitó
en la pradera, bajo toldos de cuero o a la intemperie. Se levantaba antes
del alba, se acostaba al anochecer, llegó a soñar en un idioma que no era
el de sus padres. Acostumbró su paladar a sabores ásperos, se cubrió con
ropas extrañas, olvidó los amigos y la ciudad, llegó a pensar de una
manera que su lógica rechazaba. Durante los primeros meses de
aprendizaje tomaba notas sigilosas, que rompería después, acaso para no
despertar la suspicacia de los otros, acaso porque ya no las precisaba. Al
término de un plazo prefijado por ciertos ejercicios, de índole moral y de
índole física, el sacerdote le ordenó que fuera recordando sus sueños y
que se los confiara al clarear el día. Comprobó que en las noches de luna
llena soñaba con bisontes. Confió estos sueños repetidos a su maestro;
éste acabó por revelarle su doctrina secreta. Una mañana, sin haberse
despedido de nadie, Murdock se fue.
En la ciudad, sintió la nostalgia de aquellas tardes iniciales de la
pradera en que había sentido, hace tiempo, la nostalgia de la ciudad. Se
encaminó al despacho del profesor y le dijo que sabía el secreto y que
había resuelto no publicarlo.
-- ¿Lo ata su juramento? -- preguntó el otro.
-- No es ésa mi razón -- dijo Murdock --. En esas lejanías aprendí algo que
no puedo decir.
-- ¿Acaso el idioma inglés es insuficiente? -- observaría el otro.
-- Nada de eso, señor. Ahora que poseo el secreto, podría enunciarlo de
cien modos distintos y aun contradictorios. No sé muy bien cómo decirle
que el secreto es precioso y que ahora la ciencia, nuestra ciencia, me
parece una mera frivolidad.
Agregó al cabo de una pausa:
-- El secreto, por lo demás, no vale lo que valen los caminos que me
condujeron a él. Esos caminos hay que andarlos.
El profesor le dijo con frialdad:
-- Comunicaré su decisión al Concejo. ¿Usted piensa vivir entre los
indios?
Murdock le contestó:
-- No. Tal vez no vuelva a la pradera. Lo que me enseñaron sus hombres
vale para cualquier lugar y para cualquier circunstancia.
Tal fue, en esencia, el diálogo.
Fred se casó, se divorció y es ahora uno de los bibliotecarios de Yale

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